lunes, 9 de abril de 2007

Dios no es feliz

Diego Maradona no murió. Esa es la noticia. Otra vez. Habrá que esperar hasta la próxima para poder saciar nuestro deseo de mitificarlo perfectamente. Y él seguirá luchando para reprimir sus impulsos autodestructivos.
No quiero referirme aquí a sus cuestiones más personales; no me atrevo a hacerlo, creo que no corresponde. Prefiero, sí, detenerme en el análisis de la actitud social que generan sus tropiezos.
Tratando de no generalizar, advierto desde hace años una necesidad social inconsciente y postergada de matar al ídolo para completarlo como tal. Como si Diego, dueño de una grandeza futbolera inimitable, sólo pudiera conseguir regresar y regresarnos a esa imagen teológica apelando a uno de los misterios y angustias más grandes de la humanidad: la muerte, si temprana mejor.
Hacia ella lo vamos empujando, sin pensarlo, sin quererlo, con nuestras presiones permanentes. Todos recordamos cuando lo hicimos regresar porque necesitábamos de él, de sus mágicos pasos, más para evitarnos la nostalgia que para mejorar a un equipo de fútbol. En ese ’94, le terminamos reprochando otro tropiezo, como si no conociéramos su costado vulnerable, como si fuéramos completamente inocentes de él. Algo parecido sucedió en su regreso a Boca. En ese dóping positivo final que silenciamos entre todos, haciéndonos los comprensivos, pero a la vez diciendo: “qué pena, ¿ves?, Diego no sale más”.
A pesar de todo, Diego nos complica la idea del mito completo, la del grande que cuando ya no puede ser tan brillante muere, para dejarnos esa imagen joven, infatigable, hermosa. Reapareció con rostro feliz, con estampa sana y, en la cancha con más público del mundo, la televisión, mostró otras destrezas, todo su ángel nuevamente a disposición del show. Pero esa grandeza suya no es tan imponente como la otra y no sólo nosotros estamos impedidos de soportarlo: él tampoco puede hacerlo. Y otra vez la idea de la muerte como última grandeza, como única manera de mitigar el dolor de ya no ser.
Alguna vez, en aquel episodio ya recordado del positivo en el torneo local, escribí que Diego necesitaba exiliarse para seguir viviendo. Al modo de muchos de nuestros próceres, él, que ya es uno más de ellos, debería –sostenía entonces en el programa de radio Días extraños- hacer la “gran San Martín” y procurarse su propio Boulogne Sur Mer, no sólo para morir lejos, también para vivir más y mejor.
Así como Carlos Gardel, Mariano Moreno o Ernesto Guevara murieron temprano, lejos y se erigieron próceres de distinto tamaño o nivel de discusión luego de sus muertes tempranas, deberíamos ayudar a Diego a seguir el camino contrario, permitiéndole alguna vez no ser tan grande, dejándolo ser, no anónimo, porque sería imposible, pero sí normal. No cargarlo con nuestras frustraciones, porque él ya tiene las suyas; tal vez olvidándolo un largo rato, para permitirle una vida lejos de Maradona, cerca de Diego. Algo que difícilmente pueda lograr aquí, en un país que necesita todo el tiempo de héroes, para disfrutarlos, adorarlos, pero también para luego poder bajarlos del pedestal y sentirse cómodo en la frustración, ese sentimiento tan reconocible, aunque sea por costumbre.
Ojalá entendamos que todos esos sentimientos los jugamos con una persona. Que merece vivir más allá de lo que nos haya dado. Y que será más grande si sobrevive al impulso de muerte que todos (incluyendo al propio Maradona) le deseamos, aun cuando ni siquiera podamos pensarlo de ese modo y mucho menos admitirlo.

Pero ¿qué es lo que no nos tragamos ver de este Diego? Aquí y ahora, ya no puede mostrarnos todo el sueño que encarnó: el negro que nació debajo de la tierra, en la villa, y llegó a la cima. Que se casó con su novia de siempre y jugó como nadie el juego que todos jugamos. El que se hizo multimillonario y tuvo todos los autos y todas las minas. Aquel al que los más encumbrados personajes del planeta le quieren estrechar la mano y el que se da el lujo de rechazar a más de un poderoso. El dueño del mundo y del sueño material absoluto, pero que, a pesar de eso, no es feliz. Todos soñamos en cierto momento poseer alguna parte de su sueño para ser felices y él que tiene todos los sueños juntos no es feliz. No es un buen mensaje, mejor no verlo. Es frustración pura. Mucho mejor detenerlo ahora, que aún está fresco todo lo que fue, la esperanza de que es posible concretar esos sueños y sonreír satisfecho después. No ser feliz a pesar de tener a mano el mundo todavía puede ser su culpa por negro (de mente, no de piel).
Eso es lo que no soportamos ver de Diego. Su costado actual es profundamente cruel con nuestras propias esperanzas: tenerlo todo a los pies puede no hacer feliz al hombre. Es demasiado duro de aceptar. Creíamos tener resuelto el punto. Sabíamos qué era la felicidad y, en todo caso, suponíamos que era para unos pocos, no para todos. Pero Diego es el ejemplo más crudo de que nuestro modelo de realización absoluta no necesariamente es sinónimo de felicidad.
Estamos hace tiempo esperando para llorarlo como se merece, no sólo por lo que nos dio, sino también por lo grande que sería al morirse a su tiempo, o sea cuando ya no pudiera ser más Dios.

Tal vez sea tiempo de aceptar la peor de las sentencias: Dios no es feliz. Y no me refiero solamente al lugar común de Diego es Dios porque provocó genialidades inexplicables, sino al concepto de Diego/Dios como el del tipo que consiguió los objetivos máximos de buena parte de los humanos, como representación de aquello supremo a lo que aspiramos. Ese Dios no es feliz.
Habría que construir otro. Con valores diferentes, objetivos opuestos y otros sueños.
Subir la apuesta. No buscar ya al hombre nuevo como ícono renovador, sino reformular al Dios que tenemos. El mismo que nos vendieron y compramos sin chistar.
Ese nuevo Dios, quizá, pueda ser feliz.



Fernando Tebele

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