domingo, 21 de octubre de 2007

Lejos de la revolución

A Jorge Julio López, un voto menos

La radio permanecía encendida, en mi cuarto, vaya uno a saber desde qué hora. Los movileros operaban con equipos radiales, nada de celulares. Como máximo corrían hasta algún teléfono público o de algún vecino copado para comunicarse por esa vía y así salir al aire, pero en esa zona no había vecinos, sólo la interminable extensión del complejo militar. La televisión, en 1987, difícilmente tuviera móviles a lo Crónica, en vivo y en directo. Transmitían lo que ahora se conocen como latas; es decir, filmaciones que se enviaban lo más rápido posible al canal, para ser emitidas luego en diferido.
Por eso la radio, en aquel momento –y por qué no, ahora también- era el medio más apropiado para seguir lo que sucedía en Campo de Mayo esa tarde.
Un tal Aldo Rico se había levantado en armas. Se decía que para tomar el poder y derribar a la joven democracia que aún no había cumplido cuatro años. En ese corto lapso postdictadura habían sucedido algunos cambios significativos. Ya sentíamos orgullo por el histórico juicio a las juntas militares. Mario Firmenich, tras ser extraditado desde Brasil, aguardaba la condena en prisión, mucho antes de negociar con Carlos Menem su apoyo en la campaña presidencial de 1989 a cambio del indulto. La moneda, el Austral, comenzaba su fase terminal; la hiperinflación no estaba servida en la mesa pero se olía.
No tengo demasiados registros de la vida en Australes. El único recuerdo que conservo en esa moneda es el de Rogelio Roldán pidiéndole aumento a John Patrick Bartholomiú, mientras soportaba el asedio de la esposa de su jefe, encarnada por Susana Romero, quizá la belleza más natural de las chicas Olmedo. Roldán ganaba ciento cincuenta australes y, por supuesto, nunca consiguió la suba del salario ni venció sus temores de clase que le impedían revolcarse con la morocha.
Todavía sin cumplir mis diecisiete, la secundaria era una etapa no muy feliz que quería terminar cuanto antes. Ya sabía que estudiaría periodismo deportivo, pero no dónde. Me costó bastante convencer a alguien de la familia para ir hasta la Plaza de Mayo, pero logré el apoyo de mi hermana y su familia entera; casi como un paseo dominical, todos en un Renault 18 a punto de caerse intentando entrar a la plaza colmada.
Los reportes radiales decían que la manifestación, surgida de manera espontánea, ya era masiva. Todavía no tenía sentido quedarse a ver cómo la vida sucedía por televisión; si estabas ahí lo veías, si te quedabas en casa, no. O quizá sólo vieras lo sustancial, como el discurso de Alfonsín tras su vuelo hacia Campo de Mayo para negociar con los sediciosos. Parece que no es un buen síntoma de la historia que un radical se suba a un helicóptero. Lo que siguió es más recordado: Alfonsín volvió, dijo que los militares, “algunos de ellos héroes de Malvinas”, habían depuesto su actitud, y se olvidó de contarnos que les había pagado con una ley que hizo caducar la mayoría de los juicios por las desapariciones durante la dictadura. Pocos días después casi todos los radicales y peronistas votaron la Ley de Obediencia debida, que limitaba los procesos a quiénes habían dado las órdenes, los oficiales superiores. Al año siguiente, cediendo a las presiones de otro levantamiento militar, ya sin apoyo popular, entregaron la Ley de Punto final, y los juicios quedaron concluidos.
En aquellos días comenzó el divorcio entre el sistema y el pueblo. Supimos que con la democracia no necesariamente se comía, se curaba y se educaba, como había prometido a gritos Alfonsín. Entendimos que la democracia podía traicionar; o, en todo caso, la clase dirigente de esta democracia representativa.
Es muy claro que aquella tarde de domingo pascual, en la Plaza de Mayo –y también en Campo de Mayo, dónde muchas personas hasta querían enfrentar a los militares-, la participación política de la población comenzó su declive hasta los niveles de hoy, casi nulos. Fue el primer desencanto con la democracia representativa. Lamentablemente no el último, ni mucho menos.
Otras circunstancias ocurrieron en el medio para que a la mayoría de la sociedad le interese poco y nada elegir a un presidente. Para que sintamos que las elecciones no cambian mucho las cosas; y no en un sentido progresivo de pensar que los cambios se operan en otro lado, sino con la sensación que somos ajenos a cualquier cambio.
Esa idea de la no participación ha sido premeditada y les tomó décadas de construcción. Se ha generalizado la sensación que la política es sólo para los inescrupulosos; para los que tienen precio, si es bajo mejor.
Sirve aclarar que cuando me refiero a la caída de los niveles de participación popular, no sostengo que estos hayan sido muy elevados: la dictadura ha dejado sus secuelas también en ese aspecto. Pero sirven como ejemplo las campañas políticas presidenciales. En la década del ochenta los actos preelectorales movían decenas de miles de personas que apostaban a los proyectos, que no necesitaban ni el chori ni el tetra ni un cincuenta. Eran ciudadanos que iban a escuchar propuestas y creían que aquel que los arengaba desde arriba iba a cumplir con sus promesas. En ese punto Menem superó por kilómetros a Alfonsín: el negro de patillas largas que ilusionaba a las mayorías humildes y asustaba a las clases media y media alta (a cuántos que luego votaron su reelección se les escuchó decir en 1989 que si ganaba se iban del país), traicionó a las masas y se cruzó de vereda. Ese fue el final del sueño democrático, porque el Frepaso traicionó antes de llegar, al unirse con el radicalismo moribundo, no para salvarlo, sino para morirse juntos.
Aquella campaña mostró las dificultades para generar actos masivos. Duhalde cerró la suya en River y esa semana fue imposible conseguir chorizos en cualquier carnicería. Ni siquiera así llenaron el estadio. No alcanzó ni con toda la fe de Palito Ortega.
La Alianza, por su lado, no se hizo en la calle: entendió que, si no poseía un aparato político a su disposición, había otro aparato que les podría servir: la tele ¿Alguien recuerda el acto de cierre de campaña de De La Rúa? ¿Habrá sido con Portal en Notidormi, con la nariz de payaso, diciendo hop hop mboheio?

¿Elecciones?, ¿cuándo?, ¿para qué?

En esta elección que se viene la participación fue nula, pero habrá que anotar a favor de los ciudadanos que casi no hubo campaña de la que participar.
Cristina Fernández (la dueña de los botox), Jorge Sobisch (100% responsable del asesinato de Fuentealba), Roberto Lavagna (¿creerá de verdad que su ida del gobierno causó todos los males del mundo?) y Alberto Rodríguez Saá de Goris, sólo proponen generalidades: “vamos a darle prioridad a la salud y la educación”, “terminaremos con la pobreza”, “atacaremos la inseguridad”. Todo muy lindo, pero casi nadie cuenta cómo, porque no les interesa ni les conviene.
Cristina agregó a las generalidades anteriores que es la hora de profundizar el cambio. Tuvo un discurso para cada lugar: a los capitales extranjeros (o a sus lobbystas, los presidentes de los Estados/Nación) les dijo que somos un país serio; para los acreedores, promesas de pago; a los frepasistas recuperados les gritó que tuvo que venir un gobierno progresista para ordenar las cuentas, y así según quién conformara su auditorio. No queda claro qué cambios se profundizarán, ni cómo, pero sí es evidente con quién está dispuesta a construir política.
Sin que esto implique desconocer los buenos pasos que dio el gobierno (básicamente su impecable política de derechos humanos del pasado y la renovación de la Corte Suprema), parecen querer continuar con el típico baile peronista: un pasito a la izquierda, otro a la derecha, uno para adelante y otro para atrás. En general, con semejantes cruces, es sencillo terminar en el piso, pero hay que reconocerles que no le temen al ridículo y están siempre dispuestos a salir a la pista para bailar con quién sea. A los más feos (los del conurbano) les pintan los labios y los ponen al frente de las boletas, encarnando la renovación de la política.
Carrió, mientras tanto, se diferenció del resto tirando algunas propuestas concretas, aunque su devoción por Ricardo López Murphy y la ya no tan piba Patricia Bullrich confunden un poco. Es difícil imaginar a alguien que en sus pocos días como ministro de economía intentó cortar el presupuesto de educación, pensando que el ingreso a la niñez que propone Carrió no sea un gasto inútil. Parece más inclinado a pensar que los negros se lo van a gastar en vino, que a creer que pudiera ser una buena medida. Más allá de eso, el plan para terminar con la pobreza es la propuesta más seria de toda la campaña. Todos hablan de redistribuir la riqueza pero Carrió puso en evidencia que eso es más sencillo de lo que se supone. Con 13.000 millones de pesos que se sacarían del ahorro del Banco Central, se repartirían cien pesos por hijo, sean pobres o ricos (cerca del 75% de los niños argentinos son pobres). El plan es sencillo, realizable, contundente y, además, deja en evidencia que si el gobierno no lo hace no será porque prefiera la pobreza, sino porque no quiere aniquilar el clientelismo. Como el plan sería universal, lo recibirían todas las familias y se acabarían los punteros. Interesante.
Por izquierda pasa lo mismo de siempre, nada nuevo. Paseos de guetto en guetto, realineamientos, rupturas y conformación de nuevos grupos que se puedan volver a romper más pronto que tarde.
Esta vez, sin embargo, aparece una nueva propuesta: el Proyecto Sur que lidera Pino Solanas, candidato a presidente y a senador nacional. Su vicepresidente sería Ángel Cadelli, un trabajador de Astilleros Río Santiago, una de las pocas empresas estatales que pudieron evitar la privatización menemista gracias a la resistencia de sus trabajadores. Claudio Lozano es propuesto para renovar su banca de diputado nacional por la Ciudad que va a estar buena algún día. Proyecto Sur es una fuerza incipiente, con tan sólo tres meses de vida y un discurso peronista de izquierda, nacional y popular. Probaron charlar con el MST Nueva Izquierda y se desconfiaron mutuamente. Si no vencen esos prejuicios “son muy peronchos” y “son muy troscos”, no lograrán escapar a las mezquindades. Es un buen síntoma que se hayan sentado a charlar, aunque no alcanzaran ningún acuerdo esta vez.
Pino ha sido el mejor cronista de los últimos años con su trilogía documental (Memoria del saqueo, La dignidad de los nadies y Argentina latente), y es probable que ese trabajo de calle le otorgue una ventaja ante los políticos de despacho. El énfasis que pone en la recuperación de los recursos naturales como política de Estado (es uno de los fundadores del MORENO), lo distinguen del resto por lejos. Suelen pensarse estratégicamente la llegada y la permanencia en el poder, pero no el país. Ya ni se discute qué país queremos.
Otros grupos entre los que se destaca el Frente Popular Darío Santillán, impulsan el voto en blanco, impugnado o la no participación. El FPDS lleva un par de años de construcción sólida, de base. Su trabajo social y político es muy interesante, pero no deberían obviar que la reforma constitucional de 1994 liquida al voto en blanco o impugnado al no contabilizarlo. Uno termina apoyando a la primera minoría, cuando es lo último que quisiera. Además, aunque demasiado indirecto, el voto sigue siendo una conquista a la que no se puede ni se debe renunciar. Habrá que trabajar duro para entender que no alcanza sólo con el voto, pero eso no implica despreciarlo.

Un oasis que aún no se secó

En la línea de descenso de la participación popular que iniciamos con Alfonsín y subrayamos con Menem, se dibujó un punto, un oasis, que todavía hoy resulta difícil explicar: el movimiento del 19 y 20 de diciembre de 2001, un proceso participativo que duró casi todo el 2002 y terminó disuelto no sin dejar huellas a su paso.
El viejo poder, con la cara un poco lavada y el libro de pases abierto tras la caída en desgracia del PJ y la UCR, se reagrupó. Ya esas siglas no significan nada por sí solas y eso es un logro de aquellas jornadas, sin dudas. Diluidas las viejas estructuras, sus participantes se realinearon para conformar las nuevas. Son prácticamente los mismos pero bajo otras siglas o símbolos.
La mayor parte de la población que permaneció en las calles durante más de un año regresó a sus casas. Tal vez porque sólo les interesara recuperar sus ahorros, quizá por miedo al poder, por comodidad o por lo que fuere, volvieron (volvimos) a delegar el poder, casi sin participar de él.
Con las clases más bajas atrapadas en la red de los punteros y la clase media otra vez distraída mientras sale de shopping (al menos aprendimos a gastar antes que a ahorrar), hay algo en nuestras cabezas que ya nunca será igual. Aún no comprendimos que los logros de este gobierno también deberían ser entendidos como concesiones. Que nos tuvieron y todavía nos tienen un poco de miedo. Que les quedó cierto temor a tener su propio 2001. Ya no hacen siempre lo que desean. En general sí, pero si se topan con resistencia reculan.
El caso de la Corte Suprema es clave para comprender: si el gobierno nacional quisiera una justicia independiente, no hubiese reformado el Consejo de la Magistratura, en el cual la política pasó a ocupar más cargos para poder dominar las designaciones y sanciones a los jueces. Dieron el gran paso de la renovación del máximo tribunal (por lejos la mejor decisión de Kirchner, pues lo trascenderá en el tiempo) y, enseguida, armaron el control de la justicia vía Consejo. Su integrante más destacado, Carlos Kunkel, acaba de anunciar que ha llegado la hora de hacer la Revolución Peronista. Lo que no explicó es cómo piensan hacer una revolución sin política de masas, que al menos por ahora no existe: sólo convocaron a la gente el 25 de mayo de 2006.
El control ciudadano para no dejar pasar por alto cualquier medida es el arma más eficaz que tenemos a mano. Porque la usamos hace bastante poco. Todavía humea. Ellos le temen. Y aún quedan dos balas en la recámara: el voto y la calle.
Cuando volvamos a salir, nadie podrá volver a decirnos, como aquella tarde de la gran decepción, que la casa está en orden.